Durante un minuto, bajo el fondo abrasado del cielo africano, hubo una especie de tremendos fuegos artificiales: sesos saltando, sangre humeante y vellones rojos desparramados. Después, todo cesó, y Tartarín distinguió... dos negrazos furiosos que corrían hacia él, con los garrotes levantados. ¡Los dos negros de Milianah! ¡Oh miseria! Era el león domesticado, el pobre ciego del convento de Mohamed, lo que las balas tarasconesas acababan de matar.